Neus Arqués es escritora y trabaja como analista.
Está
convencida de que la visibilidad es el nuevo petróleo, porque hoy el recurso
escaso es la capacidad de atención: si no te ven, no te compran.
La
visibilidad es el tema transversal de sus libros, sus conferencias y de su
Lista.
En junio cumplí los cincuenta.
Al grito de “¡Cincuenta!” nos ponemos firmes. Hemos cruzado
el meridiano, porque a los babyboomers la genética todavía no nos garantiza que
lleguemos a centenarios. ¿A qué dedicaremos los próximos diez mil días?
Lo suyo es reinventarse. A medida que la esperanza de vida
se alarga, las opciones se multiplican. No sólo vivimos más: queremos vivir
distinto. Si rondas mi edad, esto es lo que te pregunto: ¿Crees que tu vida ya
está diseñada o que tienes todavía margen para crearla? Si cuentas tu futuro en
días, lo piensas con más cuidado. No hay tiempo que perder.
“Reinventarse” es un verbo en auge. Nos imaginamos nuevos
universos personales, a poder ser exóticos. La narrativa suele empezar con “Lo
dejó todo y se fue a…”. Cambio de trayectoria. Cambio de pareja. Cambio de
país. Frente a esos reset radicales, me interesa la reinvención desde la
atención. No desde lejos sino desde dentro. Estoy empeñada en volver a ser
quien soy, no en ser otra.
Vivo un tiempo confuso, de falsa normalidad. Parece como si
todo estuviese en su sitio. Como si pudiésemos conciliar. Como si tuviésemos
las mismas oportunidades de promoción. Como si las aprovechásemos. Sin embargo,
a poco que rascas ves que la mujer ocupa un puesto muy claro en sociedad, en
economía, en política y en tecnología: el segundo.
¿Saldremos de la invisibilidad? Cuando calculas que te
quedan diez mil días, te preguntas hasta cuándo saldrás a dar la cara. Porque
salir a dar la cara cansa, pero no salir duele. Te preguntas si la mejor opción
es “fluir y no resistirse” –como me recomendaba un amigo recientemente- o si
batallar tiene todavía un sentido. La respuesta para mí depende de la
oportunidad. Escoger bien las batallas, porque todas desde luego no se ganan.
Una de las que me importan tiene que ver precisamente con el derecho a
reinventarse.
Nuestra vida se escribe hoy en múltiples plataformas
on-line: al otro le basta consultarlas para hacerse una idea de cómo somos y
cómo nos ha ido. La tecnología construye nuestra narrativa personal.
Mi generación, que ya era adulta cuando se masificó el
acceso a Internet, tiene una vida que no consta. Si hubo fotos, éstas
amarillean en algún álbum con cubierta de cuero granate repujado. Ese pasado
privado continúa siéndolo. Por eso ahora podemos crear otro presente, ya que
del pasado sólo existe nuestra versión. Mi generación es la última que podrá
reinventarse. Éste será el gran privilegio.
Sin embargo, reinventarse debería ser posible también para
los que vienen detrás. ¿Cómo? Para empezar, me gustaría que habláramos (más)
del tema, en vez de darle al “me gusta” a la menor ocasión. Que entendiéramos
que las redes sociales son empresas cotizadas y no ONG. Que nos sintiéramos
responsables de nuestra identidad digital –y de la de nuestros hijos- del mismo
modo que velamos por la integridad física. Que aprovecháramos las ventajas que
la tecnología ofrece en beneficio propio. Que como sociedad consensuáramos un
modelo identitario –y, ya puestos, paritario- que de margen a la posibilidad y
al olvido, de modo que podamos volver a empezar en vez de cargar con nuestra
mochila digital de forma irremediable.
Puede que a esto, a cómo las personas, los proyectos, las
ciudades nos reencontramos y nos reinventamos, dedique los próximos diez mil
días.
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